EL PODER DEL MOSNTRUO
Diana Rincón Urrutia nació el 23 de agosto de 1987 y murió el 30 de octubre de 2009. Con 22 años cumplidos, los cuatro últimos peleó contra una enfermedad que terminó por llevarse la victoria. Diana, hija única, alumna aplicada, adolescente juiciosa, sufría de anorexia. Con sus 1,67 metros de estatura, llegó a pesar 37 kilos. Intentó salir. Tuvo decenas de hospitalizaciones, de tratamientos con psicólogas, psiquiatras, nutricionistas. Lo intentó, pero llegó el momento en que ni su cuerpo ni su mente pudieron más. Un año antes de su muerte, como parte de una terapia de recuperación, Diana empezó a escribir su historia.
SALIENDO DEL INFIERNO "Llevo dos meses hospitalizada en la condición que para mí era la más patética a la que podía llegar: con una sonda para poder alimentarme y subir de peso de manera rápida y segura. ¡Qué ironía! Después de haber visto muchas imágenes por Internet de personas con una sonda por su nariz y haber pensado que eran obstinadas, tercas y caprichosas por llegar hasta ese punto, estoy en la misma situación. (...) No me quiero seguir sintiendo culpable, porque yo no busqué la enfermedad, yo no busqué esto, yo simplemente menosprecié el poder del monstruo que tenía delante de mí y, cuando me di cuenta, era imposible hacerle frente".
Los primeros pasos de la enfermedad se dieron al mismo tiempo que su ingreso a la universidad. Diana tenía 18 años y acababa de afrontar la pérdida del que había sido su mundo hasta entonces: un grupo cristiano del que era líder y en el que se sentía tranquila y a gusto. Algunos la veían entregada en exceso a él, casi rayando en el fanatismo. El fin de ese grupo, el inicio de una carrera y algunos kilos de más -sin llegar a acercarse a la obesidad- la llevaron a la ansiedad. Luego, a la obsesión. "Inicié una dieta que al principio parecía manejable, y sobre todo bajo control. Empecé a restringir mucho mi alimentación, ayudada por los cambios de horarios de comidas que implicaba pasar todo el día en la universidad. Al principio me dolía la cabeza y me costaba mucho estar el día entero sin comer, pero en poco tiempo me acostumbré a pasar horas sin alimentarme.
Mi dieta era durar tres días seguidos sin comer y comer un día, tres días nuevamente sin comida, y ya cuando el cuerpo no me daba más, volver a comerme algo". Sus papás, Carlos Rincón y Adriana Urrutia, estaban separados desde que su hija tenía 10 años. Él se había vuelto pastor de una iglesia cristiana; ella trabajaba en un colegio del norte de Bogotá.
Fue Adriana quien vio la primera señal de que algo no estaba bien con Diana, cuando su hija se probó una camiseta en un almacén. La asustó la cara del vendedor que les llevó la prenda. Volteó y verla se aterró. Era sólo huesos. "Poco a poco mi cuerpo comenzó a adelgazar y mis facciones a cambiar. Luego de haber sido una gordita feliz, era una joven flaca y esbelta, pero después me convertí en una persona desnutrida e infeliz. ¿Cómo pasó eso?, es difícil anotarlo, porque la dieta que manejaba en un principio, y que tenía bajo control, se me convirtió en una obsesión. (...)
Todo mi dinero lo invertía en laxantes, y llegué a gastarme 50.000 pesos diarios en ellos. No me importaba, pues ésa era la única forma que encontraba para liberar mi cuerpo de la ansiedad de haber comido. Usar laxantes y vomitar se convirtieron en una rutina diaria que planificaba a la perfección, y lo peor era que, incluso sin haber comido nada, vomitaba y tomaba laxantes, lo cual me descompensaba terriblemente". Con el bajo peso, los laxantes y los diuréticos, muy pronto llegaron el desequilibrio físico, el desbalance de electrolitos -sobre todo, potasio- y empezaron las crisis que prácticamente la mantenían en las salas de urgencias.
Diana padecía de continuas convulsiones que la dejaban casi paralizada y con dolores terribles. Inició un recorrido por hospitales, algunos de los cuales no supieron atender su situación. "No recuerdo cuántos derechos de petición tuve que pasar para conseguir su tratamiento, dice su mamá. Cuando asumieron el tratamiento, ya Dianita estaba crónica. La vieron buenos profesionales, pero no tenían idea de la anorexia. Le nutrían su cuerpo, pero no su mente. Los mismos médicos me decían que la llevara a la casa porque no se le estaba haciendo nada". Salía del hospital más o menos estable, pero al día siguiente todo volvía a empezar. "Era lo mismo día tras día: comer, vomitar y tomar laxantes. Llegué a tomarme hasta ochenta pastillas.
Además, comencé a tener otros comportamientos destructivos, como dañar la comida, poniéndole jabón o sal, para que, a pesar del hambre que sentía, no la pudiera comer. (...) Llegué a quemarme la boca, provocándome ampollas, para que no pudiera comer sin sentir dolor y para recordar que estaba dándome un lujo no permitido para mí. No podía darme la oportunidad de comer y ser normal".
Miedo a engordar, a no tener el que ella consideraba un cuerpo perfecto, a no ser perfecta. Desde niña la persiguió una exagerada exigencia de sí misma, tanto que llegaba del colegio y se alistaba, bajándose la falda, para un castigo físico que presumía que vendría y que nunca llegaba. Una nota de 3,5 en la universidad la hacía imaginarse una catástrofe. Hoy, su mamá se lamenta de ese reto por la perfección; se lamenta de que su hija no haya conocido tantas cosas, por ejemplo el amor. "Mis sueños estaban completamente estancados. Por mi enfermedad, era obvio que ningún hombre quería acercarse a mí, porque yo era demasiado frágil y enferma para entablar una relación, además del pésimo aspecto físico que tenía. Y ni hablar de mi sueño de tener familia: hacía casi tres años y medio que no me llegaba el periodo menstrual y no sabía en qué condiciones estaba mi cuerpo para poder siquiera concebir saludablemente a un bebé. Era algo impensable".
Tenía 22 años y los huesos frágiles, como los de una mujer de 60. Sufría de osteoporosis, lo que la llevó a temporadas de muletas. Su mente también empezó a perder agilidad. "Había momentos en que se sentía con deseos de salir adelante, pero sin la lucidez completa para lograrlo. Su cuerpo y su mente estaban desgastados", dice su mamá.
Un día dejó el tratamiento. Quizá se rindió. "Han pasado casi tres meses desde que abandoné mi tratamiento y las consecuencias no sólo de aspecto sino de mi mala condición mental se han hecho notar. Quisiera escribir un final feliz a esta historia y no que otro tenga que terminarla con mi muerte, pero a veces siento que esta enfermedad es tan fuerte que no voy a poder con ella, sino que me va a derrotar. A veces quisiera cerrar los ojos, dormir y despertar siendo una persona distinta. Perderme de la enfermedad, sin dejarle rastro u oportunidad alguna para reencontrarme. Quisiera morir y volver a nacer para nunca más entrar en este infierno".
El 30 de octubre pasado, desde su oficina, Adriana llamó a la casa para hablar con Diana y preguntarle cómo estaba. Nadie contestó. Se cansó de insistir y le pidió a la vecina del piso de abajo que fuera a revisar. Diana estaba tirada en el piso del baño. No reaccionaba. La intuición de madre le decía a Adriana que esta crisis era la definitiva. Era la final. No sirvieron los servicios de ambulancia que llegaron. Estaba muerta. La lucha por escapar del infierno había terminado en derrota. Quedaron sus palabras.
MARÍA PAULINA ORTIZ Redactora EL TIEMPO